Dos futuros entrelazados: trabajo y formación
Por Alberto Montero Soler, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga
Cada revolución tecnológica viene de la mano no sólo de una serie de transformaciones en el ámbito de aplicación directa de las nuevas tecnologías -singularmente el productivo-, sino que sus efectos se extienden en oleadas sobre comportamientos individuales y sociales generando la percepción de que, de repente, todo cambia. De hecho, todo cambió cuando se extendió el uso de la máquina de vapor y el artesano se convirtió en obrero. Después, cuando el motor de explosión alteró la fisonomía de nuestras ciudades, tomadas a partir de entonces por los automóviles, al tiempo que los aparatos eléctricos alteraron nuestras tareas cotidianas. Y, de nuevo, cuando las nuevas tecnologías de la información se afianzaron sobre internet para, por ejemplo, conectarnos globalmente.
En todos esos casos también se alteró la forma en la que se trabajaba y las competencias que eran necesarias para el trabajo, alterando con ellas los procesos educativos y formativos a través de los que se adquirían. La universalización de la educación como un derecho vino de la mano de la creciente necesidad productiva de trabajadores cualificados, y el acceso generalizado a los estudios universitarios derivó de las nuevas exigencias de cualificación conforme las tecnologías eran más complejas. O, dicho de otra forma, el futuro del trabajo y de la educación y la formación están íntimamente conectados.
Por este motivo, en el contexto disruptivo actual, debería estar planteándose cómo afectarán esos cambios tecnológicos sobre los sistemas educativos y formativos de forma paralela a cómo lo harán sobre el mundo laboral. Y ese análisis debería partir del hecho de que siempre existe una brecha temporal, una asincronía, entre los tiempos de la implementación productiva de la tecnología y la generalización de las competencias necesarias para su uso entre las personas trabajadoras; brecha que se suele saldar con una intensa competencia por la atracción del talento.
La magnitud de la brecha y la velocidad para cerrarla dependerán, en gran medida, de los esfuerzos que se produzcan tanto en la educación reglada para ajustar sus contenidos a las nuevas necesidades productivas, como por parte de empresas y personas trabajadoras para recualificarse y aprender a trabajar con el nuevo sustrato de capital tangible e intangible incorporado a aquéllas. Es ahí donde la formación continua adquiere toda su relevancia, porque permite que la integración entre la nueva tecnología y el personal de la empresa se produzca de una forma más íntima, potenciando un talento que, al ser interno, posee un mayor conocimiento sobre la dinámica productiva a la que se incorpora la tecnología, permitiendo un uso más ajustado y eficiente del mismo.
Pero estas transiciones hacia mecanismos de formación internos y continuos no se producen de forma automática. Es más, se trata de un reto que nos interpela a todos y en el que intervienen variables que interactúan y encuentran en la formación continua su respuesta: cuán proactiva será la Administración en adaptar sus políticas activas de empleo al nuevo escenario, cómo de comprometidas se sienten las empresas con las personas que trabajan para ellas o cuál es el esfuerzo que despliegan las personas trabajadoras para adquirir las nuevas competencias que se les demandan. No entenderlo es enfrentar el trabajo del futuro sin la formación necesaria para hacerle frente con éxito.