Decía Isaac Asimov que lo único inevitable en el futuro serán las máquinas. Una advertencia que planea sobre cualquier aproximación que hagamos en torno a cómo será la interrelación laboral entre robots y seres humanos en los próximos años. El punto de partida en cualquier análisis humanista que hagamos sobre este tema debe asumir un presupuesto básico: la autonomía robótica irá en aumento gracias a la IA y al creciente poder de emulación y superación de las capacidades humanas, tanto físicas como cognitivas.
Esta circunstancia proyecta sobre los seres humanos el reto real de la sustitución si no se piensan los escenarios que marcarán una peligrosa transición crítica hacia un modelo de trabajo básicamente robótico y bajo supervisión de sistemas de IA. Un desafío que no es nuevo -otras veces en la historia se ha planteado- y que, hasta ahora, no ha impedido que los humanos sigamos siendo protagonistas de los cambios tecnológicos que modifican radicalmente nuestros modos de vida.
En cualquier caso, el dilema actual supera a otros del pasado. Entre otras cosas, porque el trabajo que se desarrollará en el mañana se fundará en un conocimiento aplicado básicamente artificial. Esto es, nacerá de actividades laborales que desempeñarán máquinas de principio a fin. Eso exige pensar desde otro lugar aquello de lo que estamos hablando. En este sentido, la gestión de la complejidad artificial hacia la que vamos, y que se basará en modelos de trabajo estructuralmente digitales, requerirá que las máquinas sean amigables hacia los seres humanos que trabajen con ellas.
Eso significa que no podremos quedarnos abocados a actividades de complementariedad subordinada hacia lo que hagan y gestionen los robots. Una complementariedad que nunca podrá suponer una renuncia al ejercicio por el ser humano de las capacidades decisorias que afectan a su dignidad. De lo contrario, los humanos percibirán a las máquinas como criaturas hostiles a ellos y se obstaculizará la inmensa oportunidad de ir aproximando el trabajo a experiencias cercanas al ocio y a la percepción clásica de que el trabajo enriquece personalmente. No en vano, en su formulación ilustrada, el trabajo humano proporciona dimensiones de crecimiento personal que amplían la libertad de responsabilizarse moralmente durante su empleo.
Algo así ha de teorizarse adecuadamente, porque esa responsabilidad también deberá reclamarse de las máquinas. Su autonomía actual crecerá y nos colocarán ante el reto de ver cómo desarrollamos hacia ellas relaciones de alteridad que no les pueden convertir en esclavas nuestras, sino en colaboradores del ser humano. Por tanto, más que fijar límites de lo que pueden o no pueden hacer, han de ser humanizadas al fijar propósitos que animen sus acciones hacia un horizonte de bienestar amigable compartido.